Por Valentina Núñez Sierra
Vivir unos días y unas noches en la carretera fue mejor de lo que pensé. Encontrarme en tantos cielos, conocer tantas caras, descubrir tantos paisajes fue algo sumamente nutritivo para el alma. Allí en esa Colombia de cordilleras, llanuras, valles y costas vi una mixtura especial entre paisaje natural y corazones nobles, algunos mimetizando su terrible sufrimiento en medio de hermosas sonrisas y agazapadas miradas.
A veces nos conformamos con el pequeño entorno en el que nos desempeñamos, limitamos el mundo y sin saberlo lo hacemos más pequeño. Sin embargo me siento demasiado llena al saber que mi país no es tan pequeño como pensé.
Montañas que se levantan enfrente de mis ojos adornadas por arboles elegantes. El frío, el calor, el sabor diferente de cada ciudad. Para la muestra un botón: Medellín tan coqueta y acogedora, Medellín llena de perfumes sutiles y de brizas casuales; Cali sublime y colorida, Cali llena de sabrosura, Cali de melodías, Cali de salsa en tantas tonalidades; Armenia con su aroma a café y esa sensación única que estás en el paraíso, luego ir subiendo y encontrarte en la inmarcesible Manizales tan fría que te susurra desde arriba que si no te abrigas el frío te comerá los huesos.
Ascender de a poco en poco al nevado y conectarme con Pacha Mama, contemplar el cielo desde tan arriba y sentir como las nubes me acarician las mejillas, estar ahí y sentir la tierra abrazándome, sentir que el frío me purifica el alma a tal punto que eso tóxico que de nada sirve se vitrifica y cae dejando escapar el sonido de los añicos de lo que tanto atormentaba. Resultó especial sentirme tan afortunada ahí instalada en mi hermosa cordillera central, estar tan alejada de todo, pero tan cerca de mí.
Colombia no deja de sorprenderme, cada vez que la miro me enamoro tanto. Sus cabellos largos y azules, sus pechos firmes y grandes, sus labios carnosos y rojos como la tercera parte de la bandera, sus ojos verdes como las esmeraldas que yacen en Muzo y su aliento a flores y café.
Colombia la que baila desde champeta hasta carranga, Colombia la que canta boleros, vallenato, pasillos, guabinas y rock. Colombia la coqueta y encantadora.
Aun así yo veo a mi Colombia bella y perfectamente maltratada, no puedo esconder en el ático de la indiferencia ese dolor de patria porque sé que la nación toda sufre, que se desangra y que la golpean, pero cada día que se levanta como si nada hubiese acontecido y decide sonreír. Nada de nihilismo y eso sí toda la fe y el valor.
Colombia también tiene desgastadas las risas y le duelen sus curvas, le destrozaron los vértices, pero con todo y eso no pierde ese atractivo tropical ni se deja quitar por los impíos ese sentido de optimismo así naufrague en piélagos de caos.
Colombia lucha y se aferra duramente a la vida y al cambio positivo, pero cada día a mi Colombia me la destrozan más, abusando de pronto de esa inigualable condición de aguante que en mal momento hizo carrera. Hoy al término colombiano le damos ese sinónimo injusto de aguantador y sacrificado, con la terrible realidad que el asunto lleva ya muchas décadas.
Recorrer la Colombia preciosa, la gran dama del hemisferio sur, fue como tener una especie de epifanía, pero verla también fue tener certeza de tantas cosas, fue confirmar que Colombia es un pueblo con heridas severas y sangrantes, pero con algo increíble en medio de sus carencias y falencias, tiene demasiado para dar, y lo irónico es que con esa precaria condición el país lo ofrece todo.
Me encontré en el cielo de “medallo”, me sentí feliz en las calles de Cali y me enamoré de Colombia en los cafetales del Quindío. Pero me lloró el alma en las comunas, en los bosques nublados con miles de especies en vía de extinción, se me partió el corazón en Cali en medio del basurero del centro y me sentí morir llegando a ciénaga al ver las casitas de palo y las sonrisas rotas de los ancianos sentados y golpeados por la realidad. Me dolieron los pies descalzos de los niños en los pueblitos.
No sé qué sensación me dejó realmente este viaje porque siento haber saboreado algo muy rico, pero que al fondo tiene un gusto bastante amargo. Recorrer Colombia me dio más amor por el terruño, me hizo enamorar de los mares de lo continental y lo insular, pero vi caras nostálgicas y con sufrimiento que igual me enseñaron a sentir pena y melancolía. Tan solo me resta fortalecer el alma y confiar en que las nuevas generaciones sí le daremos al edén que nos correspondió como patria, la importancia, el amor y el respeto que se merece.