Al saludar al señor José Otalora López, un agricultor de San Pablo, municipio del Sur de Bolívar, un pueblo insertado en gran parte en la solemne Serranía de San Lucas, llega a la mente una retahíla de aspectos de la región, agricultura, ganadería, minería, temores, arrojo, trabajo y temores, una mixtura que desconcierta porque el sentido común dice que la gente buena, esa que trabaja y produce no tiene porque sufrir los vejámenes de una guerra impía, sin asidero y por fuera de los mandatos humanitarios.
En un tiempo los temas asociados a la violencia fueron recurrentes, en el municipio ubicado en la margen izquierda del río Magdalena, pero igual en tierras de los vecinos, Simití, Cantagallo, Santa Rosa del Sur, y no menos con cascos urbanos antioqueños como Remedios y Segovia.
San Pablo que suma dentro de sus afluentes al río Cimitarra al norte de su jurisdicción, evoca aún a los indígenas Karib procedentes de Guyanas y de las profundidades amazónicas. Al llegar a los territorios del Magdalena Medio, la tribu impulsó la agricultura y por ello fuero n comunes siembras de maíz, yuca y ahuyama, igual fueron destacados cazadores y consumados pescadores, sin ir tan lejos, habitaban en un paraíso que les dio provisión de sobra.
Los historiadores dicen que en el sitio llamado La Tora en Barrancabermeja, estos indígenas intercambiaban productos con otras tribus del altiplano y del occidente. El comercio se daba desde carne y pescado seco hasta esmeraldas, sal, vasijas, herramientas de caza y prendas hechas en algodón.
En momentos en que el Magdalena se llamaba río Yuma, los habitantes precolombinos de San Pablo desarrollaban todo tipo de actividades, una cualidad que les dio calidad de vida.
La fundación de San Pablo, Bolívar, tiene dos historias, una en donde se le atribuye la constitución al conquistador español Alonso Ramírez Aurellano, quien llegó primero a un caserío llamado Simití, en done el adelantado vislumbró la idea de un gran puerto sobre el gran río, una misión compleja por la resistencia de los nativos. En su segunda incursión y tras someter a las comunidades ancestrales, los acorazados se hicieron a otro caserío a quien un cura bautizó Puerto Fuerte de San Pablo como tributo al Apóstol, un hecho que se dio en 1542 aunque en el municipio la fecha de fundación es el primero de enero de 1543.
La otra transcripción señala que el caserío fue fundado en 1770 cuando quedaron totalmente abandonadas las minas en la región de Guamocó, sus trabajadores salieron con afán por la selva hasta llegar a un sector conocido como Manila, alcanzan las aguas del Magdalena y fundan San Pablo.
Con los años San Pablo fue tornando un perfil emblemático, quizás por la romántica navegación a vapor por el indomable río grande de la Magdalena, una condición que abrió negocios paralelos como la explotación de madera que duró hasta 1930.
En la década de los 40, esta dinámica población incursiona en la industria petrolera con firmas de renombre como Socony, Rechmond y Shell, un fenómeno económico que disparó la población flotante y la imparable llegada de advenedizos, los mismos que con el tiempo fuero n generando un lío por apropiación de tierras y diferencias políticas que apagaron no pocas vidas.
Finalmente, la erección o fundación de San Pablo se dio el 23 de octubre de 1968 y la zona tomó un auge económico admirable ya que supo combinar las bondades del petróleo y la minería con una agricultura variada en donde fue común ver arroz, maíz, yuca y ganado, pero ahora, en los últimos años llegó un cultivo nuevo de enorme rentabilidad, la palma de aceite.
En charla con Diariolaeconomia.com, el palmero José Otalora López, aseveró que labrar la tierra y producir en San Pablo en las bravas y retadoras tierras del Sur de Bolívar es la mejor forma de hacer patria en una zona productiva y prospectiva amén de las dificultades. El asunto es tan apremiante que casi por tradición los habitantes de esta provincia han tenido que sobrellevar el conflicto armado, una guerra ajena y desleal que les pasó y les pasa en algunos casos onerosa factura a los campesinos bolivarenses, conocidos por ser gente buena y muy dada a servir.
Ya con la señal de los años y la experiencia firmada por su blanca cabellera, Otalora López reconoció que los recurrentes incidentes han sido un palo en la rueda para el desarrollo habida cuenta que se necesita la inversión y en ocasiones los capitales no ven esas regiones agitadas como el mejor destino para invertir, pero a pesar de eso los agricultores siguen pedaleando y logrando el crecimiento de la agricultura y la ganadería, ahora con la palma de aceite como protagonista.
El agro lo llevan los palmicultores y los sanpablenses en su ADN, es un trabajo querido y totalmente vocacional, heredado de padres, abuelos y bisabuelos, por tradición los nacidos en este pueblo han sido agricultores y ganaderos que tuvieron la tierra cultivable lo que les permitió dar el salto en productividad gracias a los apoyos estatales a través de FIPLA Colombia que permitió desarrollar un proyecto para 133 familias y al día de hoy esos pequeños productores son grandes empresarios de la región, seguramente más en espíritu aunque tengan 10 o 15 hectáreas de palma, algo que los hace sentir totalmente matriculados en el sector real de la economía.
En opinión de José Otalora, todo lo anterior es lo importante que se ha logrado en la región y dijo que como se ha tenido el flagelo de los cultivos ilícitos, a los productores les ha tocado competir en medio de grandes desventajas con la mano de obra, pero celebró que fortuna se han sostenido.
“Hoy en día esos productores a quienes les colaboró el Estado para que fueran empresarios no tienen ese atractivo de los cultivos irregulares, somos autosuficientes y por lo menos estamos desarrollando nuevos proyectos en el Sur de Bolívar, gracias a esto en la región hay unas 15.000 hectáreas sembradas, dos plantas extractoras y lo bueno es que los vecinos de Puerto Wilches compran la fruta que produce San Pablo y toda el área sembrada con palma de aceite”, declaró el señor Otalora López.
Los palmicultores de San Pablo en el Sur de Bolívar dicen que luchan con la Pudrición de Cogollo, PC, la terrible enfermedad que ataca y destruye las palmas, de todas maneras estacó que en ese sector de Colombia hay una situación agroecológica que ha favorecido y ha hecho que la enfermedad no crezca de manera exponencial en vista que el verano que manejan los agricultores de la zona que dura entre cuatro y cinco meses permite controlar el mal pues uno de los medios naturales para su desarrollo es la humedad, es decir que si hay afectaciones, pero a muy bajo nivel.
El tema en esta población es sui géneris pues se ha notado que, en algunos cultivos, con muy poca intervención, la planta se recupera en más del 50 por ciento, es decir que la enfermedad ya no asusta a los pobladores dedicados a esta actividad que aprendieron a darle manejo al asunto más con los nuevos materiales que son mucho más tolerantes a la PC, lo que afortunadamente indica que se tiene dominada esa parte sanitaria.
Este agricultor pertenece a un modelo empresarial matriculado como sociedad anónima que maneja unas 500 hectáreas como fortaleza empresarial y a los accionistas de la sociedad se les sembró palma, un beneficio para 133 familias 7.5, sin embargo, la sociedad maneja 500 hectáreas y unas 750 adicionales de cada uno de los dueños del consorcio, es decir que son integradores del proyecto unas 1.250 hectáreas. La sociedad se propuso para lo que resta de 2023 sembrar unas 300 hectáreas más.
No sobra decir que la asociatividad es la mejor ruta a la rentabilidad y a la misma sostenibilidad, tan cierto es que uno de los primeros proyectos que se hicieron en Colombia es el de San Pablo, totalmente incentivado y catapultado por el exministro y empresario Carlos Murgas Guerrero, el directo responsable del mecanismo de alianzas estratégicas en donde los palmicultores del cálido municipio ejecutaron los proyectores fundadores, todo por las ayudas que llegaron del Plan Colombia, el espaldarazo del Banco Agrario y el empuje de los palmeros para combatir ese flagelo de la región, azotada por inseguridad, violencia y narcotráfico, inconvenientes que siempre han estado en la zona, pero con el que convive el sector productivo con el anhelo que lleguen más inversionistas y familias a una economía legal muy a pesar de la incertidumbre que reina en las labores agropecuarias en donde hoy sonríen con la tranquilidad del deber cumplido los nuevos empresarios del agronegocio.
José Otalora López, nació en una familia de agricultores, estudió y trabajó, pero en 1990 dio el paso y se integró de lleno al sector agrícola, en 1998 decidió apostar por la palma de aceite. De padres y abuelos agricultores, este hombre bueno salió de un humilde, pero honrado hogar campesino en donde aún son recordadas las faenas productivas de padres y abuelos, toda una odisea y un paradigma de resiliencia, valor y adeudo.
En San Pablo, el 90 por ciento de los palmicultores son también pequeños ganaderos que manejan una base cebuina, de todas maneras, don José y otros criadores se dieron cuenta que las mejores ganancias llegan por el lado del mejoramiento genético, optimizando obtención de leche y carne y mirando con todo acierto el doble propósito. Para ello los ganaderos y palmicultores han acudido a las nuevas tecnologías y desarrollos con embriones, inseminación artificial y otras buenas prácticas que permitirán avanzar en ese mejoramiento y selección bovina.
En las cuitas de José Otalora López están las entidades que crecieron con el agro y que de alguna forma marcaron al sector productivo pues fue bueno el modelo del Instituto de Mercadeo Agropecuario, IDEMA, el Instituto Nacional Agropecuario, INA, la inolvidable Caja de Crédito Agrario, el Instituto Nacional de la Reforma Agraria, INCORA, investigación y vigilancia con el Instituto Colombiano Agropecuario, ICA y con la Corporación Colombiana de Investigación Agropecuaria, CORPOICA. Para este palmicultor es inevitable obviar o no hablar de todas esas entidades que le pusieron un sello al sector agropecuario sin dejar de lado la parte gremial e institucional.
“Varias entidades apoyaron al campo, LA Caja Agraria le dio recursos al campesino para hacer masivos desarrollos agropecuarios, cuando era niño recuerdo que en mi región se sembraba arroz y maíz, todo de manera artesanal, eran tiempos maravillosos cuando salían toneladas en cantidad de productos sembrados y cosechados en la región, una generación distinta que preparó suelos en medio de montañas y rastrojos, tiempos en que todo se hacía a pulso pues no había motosierras o instrumentos con tecnología que devastan una hectárea de rastrojo en minutos cuando ese trabajo era a puro pulmón y a machetazo limpio, dijo José Otalora López.
En ese tiempo, dijo el agricultor, se sembraba como decían los labriegos a chuzo, de manera artesanal y bastante. Recordó que en San Pablo no existían bodegas de almacenamiento y el fruto que producía se guardaba en las calles y era usual ver barcos en el muelle sobre el río Magdalena, cargando arroz para llevarlo a Puerto Berrío y los molinos de Bucaramanga.
Las cosechas fueron tan abundantes que después de llevar arroz para otros sectores del país, quedaba cereal que se perdía cuando llegaba el invierno, pero con el mismo ahínco, con ese característico impulso los agricultores volvían a sembrar porque en su momento los suelos eran vírgenes y muy fértiles, lo que explicaba los enormes volúmenes de alimentos que tenían como particularidad la productividad.
“Las cosechas eran demasiado abultadas, todo mundo se sentía contento, aun perdiéndose cosecha por comercialización”, recordó el agricultor.
Otalora López se mostró de acuerdo con retomar prácticas agrícolas de vieja data, tal y como la desarrollaron los ancestros, pero lamentó que el río Magdalena haya arrastrado los suelos e inclusive afectando su cause por la consecuente sedimentación, un inconveniente con mayor notoriedad en la Costa Norte, aunque igual hay buenos suelos en ese sector por efectos de la misma deforestación, algo que debe meterse en cintura.
Cómo lo dicen muchos campesinos y empresarios de la ruralidad, la agricultura se sufre porque muy pocos leen en detalle el papel fundamental del campesinado en la vida de los seres humanos.
Con todo y el relicario de problemas, el entusiasmo no se apaga, hay apuros con el relevo generacional aunque por fortuna es posible ver jóvenes con ganas e quedarse en el campo, de seguir labrando la tierra, pero cierto es que hace falta darle la importancia a ese pequeño labriego que produce en su pequeña parcela, pero que si se asocia con otras unidades productivas, generará grandes ofertas de alimentos y materias primas, pero explicó que para que todo eso se logre es necesario tener el respaldo del ejecutivo y la adecuación de las zonas de labranza porque como es palpable se adolece de bienes públicos e infraestructura.
Cuestionó que en un mundo globalizado que demanda competitividad y productividad, los campesinos no se están preparando, no hacen los necesario por capacitarse en la producción de alimentos, el talón de Aquiles del mundo. En su plática, Otalora apuntó que la inversión hacia el sector agropecuario es muy precaria muy a pesar de que hay los presupuestos son estimables.
Advirtió que si al campo productivo no se le mire como se debe, en el corto plazo vendrá un colapso y habría que importar más alimentos cuando se puede ser potencia en la oferta alimentaria por la variedad de pisos térmicos que matizan a Colombia.
En síntesis, la agricultura colombiana tiene todo para crecer, innovar, exportar y sorprender, pero igual maneja unas condiciones que puede llevar la actividad a la extinción, algo deplorable cuando se tienen riquezas en suelos aptos y recurso hídrico, el que sobra en ríos, quebradas y espejos de agua, pero que no cuenta con la debida infraestructura para transportarla a donde se necesita porque exige millonarias inversiones, dineros que no están a la mano del plantador que tampoco cuenta con tecnología.
Invitó a los inversionistas a inyectar capital en obras de canalización y acopio de agua pues con el cambio climático y sus efectos esa agua que sobra terminará ahogando a los campesinos.
José Otalora López, no solo ha sembrado palma, su atención no está exclusivamente en sus ganados, tiene una bonita familia compuesta por cinco hijos, tres mujeres y dos varones, todo un legado, los asuntos maritales están dispersos, posiblemente con tarjeta amarilla, pero muy metido en la vida de sus hijos de quienes espera se queden en la empresa rural que logró afianzar con mucho esfuerzo.
“El día que tenga que partir de este mundo tengo que dejar la tarea hecha, dale solidez al legado porque no me gustaría que lo que he construido se desvaneciera. Eso por mi lado, pero las universidades deben formar técnicos y profesionales para el campo, yo se lo dije a mis hijos, ustedes deben ser profesionales para que sigan adelante con lo forjado, no solo como profesionales sino como seres humanos de bien, honestos, con proyección y planificación, algo que administre con lujo de detalles lo construido y lo multiplique”, concluyó el palmicultor José Otalora López.
San Pablo, un municipio de 35.000 habitantes aproximadamente sigue firme en el campo, pidiéndole de hinojos y entre acordeones a la patrona, a la Virgen del Carmen, sus bendiciones a productores y siembras porque en medio de las vicisitudes, los sanpablenses no pierden la fe, siguen adelante y hoy ven en la tierra el mejor activo sobre todo cuando la plata que llega a los hogares la produce generosamente la palma aceitera.